-“Chopsticks
? “
-“Yes,
please” contesté, sonriendo al oír la pregunta.
El chico metió
las pastas chinas y los palillos dentro de la bolsa del
supermercado y salí a la calle. Llovía, no tanto como en Bangkok pero
era
una lluvia fina que acababa colándose hasta
en los huesos, como en unos de esos días en París, en los que sólo apetece
tirarse en la cama con una taza de café caliente y una buena película.
Saqué el
paraguas que había comprado la víspera en un mercado del centro, al
lado del templo de Longshan.
-“Menuda
porquería de paraguas” pensé.
La víspera me
había dejado convencer
por los argumentos de la vendedora al abrirlo en la tienda, aunque fueran en
chino. La señora había doblado las
varillas de un lado para otro para demostrarme la calidad del producto y su
resistencia a las corrientes de aire.
-“Otro cuento
chino” añadí. Pero lo compré, porque las nubes amenazaban y no
quería perderme el recorrido que había planeado para los próximos días.
El paraguas aguantó sorprendentemente las ráfagas de viento que se colaban por
las avenidas que iba cruzando hasta llegar a mi hotel. Tenía que reconocer que
la antigua isla de Formosa, debía
de estar perdiendo su fama de mayor
productora de baratijas de mala calidad.
Subí a mi
habitación y calenté agua para preparar los noodles mientras metía a
toda prisa un par de cosas dentro de una bolsa. Seguí dándole vueltas al tema,
había que ser chino para
inventarse una comida rápida como ésta, pero al fin y al cabo de lo más
sana. Verduras
liofilizadas y alguna gamba flotando en la sopa. Pero aun así, alimentaba mucho
más que una hamburguesa.
Un café rápido y
me fui para la estación. Esa tarde me iba de excursión al Parque Nacional de
Yanming en las afueras de Taipéi. Después de un par de cambios de tren que ya
controlaba, cogí un taxi hasta la entrada del parque. La niebla se hizo más densa a
medida que íbamos subiendo la montaña y el paisaje tomaba formas de
acuarela. Las montañas que rodean la capital eran antiguos volcanes que seguían
produciendo azufre en grandes cantidades. Los japoneses durante los cincuenta años
de ocupación de la isla, habían implantado allí, una de
sus tradiciones,
los baños en piscinas naturales formadas por las rocas. El vapor que se
desprendía de las laderas delas montañas
daba al paisaje un aspecto fantasmagórico que sumía todo en una calma ajena a la
gran ciudad.
Visité el parque
casi a tientas, sabiendo, por la época del año en el que ya
estábamos, que me había perdido el espectáculo de los cerezos en flor, tan
celebrados por esas tierras. Con un par de días de sol, empezarían
a salir todas las
demás flores por turnos, así me lo explicó el taxista con sus cuatro palabras
de inglés que le agradecí.
Terminada la
visita, llegamos al establecimiento de baños japoneses. La
chica de la entrada me enseñó las
instrucciones en un cartel en la entrada. Por lo que entendí, no podía
entrar con nada
que pudiera contaminar el agua, para que pudiese conservar todos sus efectos
terapéuticos. Nada,… ni
siquiera un bañador… Me quedé pensando un par de segundos pero la idea de
mostrarme en público como Dios me trajo al mundo, o casi, no consiguió quitarme
las
ganas de probarlo. Al fin y al cabo, todas las mujeres éramos iguales, o
eso
pensaba, y no me había recorrido todos esos kilómetros para dar media
vuelta.
Entré en la
primera sala donde tenía que dejar todas mis pertenencias. La
chica me seguía, vigilando todos mis movimientos y hasta me pasó el champú
y
el gel de baño debajo de la ducha para comprobar que seguía al pie de la
letra sus
recomendaciones. El interior del recinto era bastante rudimentario, unas sillas de
plástico para descansar en un porche y las piscinas al aire libre en las que
cuando salí, me sorprendió ver a tantas mujeres. Con un rápido vistazo a mi
alrededor, me di cuenta de que era la única europea del lugar y que ya me
estaban mirando con caras atónitas. Un lugar aparentemente concurrido
los
domingos… Disimulé la poca vergüenza que me quedaba a esas alturas, y observé el
ritual de una señora mayor con cuerpo de diosa
de la fertilidad, para poder hacer lo mismo y pasar los más desapercibida
posible. Me tiré un cubo de agua para acabar de lavarme los pies antes de
entrar en la primera piscina, cuyo termómetro marcaba treinta y siete
grados.
Sumergida en el
agua blanquecina, tardé un rato en relajarme, nunca me había
visto en una situación semejante, pero las demás mujeres de cuerpos blancos
casi translúcidos parecían haber olvidado mi presencia y se pusieron a
hablar en grupos, sentadas en las rocas sin pudor aparente. Comprobé
una
vez más lo que ya sabía, que el cuerpo perfecto, no existe, por mucho que
intentaran
convencernos las revistas. Todas tenían una particularidad que las hacia
diferentes, incluso yo misma y aún más por esas latitudes. El mito moderno
de
las perfectas curvas femeninas, tenía aquí otras formas y a nadie parecía
importarle.
Cerré los ojos
un momento y me dejé llevar por el sopor que me producían los
vapores del baño. Notaba como me caían gotas de lluvia en la cara y la música
china de fondo acabó por sumirme en un estado meditativo. En
ese momento, intuí,
que si algún día me perdía y no volvía, que lo más probable fuera que me
encontrasen aquí, en un eterno remojo, o quizás, debajo del edredón, de una
habitación de hotel, en un
cuarto piso inexistente de un edificio de Taiwán.
Taiwan, 22 de Abril de 2011